LA CANCIÓN DE SHANE
You got a fast car, I got a ticket to anywhere…
Por aquel entonces a Shane Neal ya no le quedaba mucho tiempo de vida. Nos habíamos conocido en Berlín, algunos años atrás, en las aulas del antiguo Instituto Goethe de la calle Knesebeck. El edificio, bastante feo y sin ningún interés arquitectónico, se encontraba a tan solo unos metros de la mítica avenida Ku’damm. Y muy cerca de allí, unas horas después, ya por la noche, Shane y yo volvimos a coincidir en el Dschungle, un club en la calle Nurnberger que estaba muy de moda por aquel entonces y que, por lo que podido averiguar, hoy ya no existe. Fue evidente que a los dos nos gustó encontrarnos.
Supongo que esa noche de principios del mes de septiembre de 1983 nuestro destino ya estaba sellado: yo un gallego ávido de aventuras, él un norteamericano hermoso y un poco excéntrico. Fue el principio de muchas cosas, algunas buenas, otras no tanto. Pero en cualquier caso dejaron en mí una huella profunda.
Lo primero que tengo que decir es que Shane era muy atractivo. En el sentido más estricto de la palabra. Atraía como un imán. De pelo rubio y ojos muy azules, tenía una mirada rápida y altiva a la vez, a lo Marlene Dietrich, y una sonrisa que era devastadora, por decir algo. Imposible cruzarse con él y no mirar hacia atrás. The Great Shane Neal, empecé a llamarlo, medio en serio, medio de broma. Me recordaba a Gatsby. Al Gran Gatsby.
Ni qué decir tiene que mi encantamiento fue inmediato. Y desde ese mismo momento ya se podía divisar la cercanía de una tormenta perfecta: por un lado, este americano rubio, de carácter imprevisible y con maneras de estrella de cine iba a ser alguien importante en mi vida, y quiero pensar que yo también en la suya. Y la vida, también sorprendente, caprichosa, a veces injusta, no iba a tratar a los dos de la misma manera.
Nuestra complicidad, nuestra juventud, nuestras ganas de comernos el mundo. Su magnetismo y mi curiosidad compulsiva. En cuestión de días ya formábamos un equipo y estábamos preparados para lanzarnos a la conquista de la ciudad. El tiempo y el lugar estaban de nuestro lado, y la mitad de Berlín, a nuestros pies (la otra mitad, en realidad, no estaba)
A principios de los años 80 West-Berlin era una ciudad llena de vida, una isla en color en un mar en blanco y negro de la entonces República Democrática Alemana, en la que la música, las artes, y todas las vanguardias crecían como plantas en un invernadero. Y como era el escaparate del bienestar occidental, todo estaba subvencionado por la República Federal, lo que suponía un muy fácil acceso para la vivienda, la cultura, las artes, y por supuesto, la interminable vida nocturna de numerosos bares y clubes, en los que se respiraba un aire permanente de permisividad y libertad. Y donde pervivía el espíritu de artistas como David Bowie o Iggy Pop, que habían puesto de moda, a finales de los 70, esta singular capital.
En fin, un lugar mágico para cualquier joven de 22 años.
Y esa era la edad que yo tenía cuando aterricé en Berlín en busca de quién sabe qué aventuras, una vez terminada la poca aventurera carrera de Filosofía Pura en la Universidad de Barcelona. Berlín fue una ciudad muy importante para mí por diversas razones. Además de aprender el alemán, fue allí donde me di cuenta de que mi vocación no era tal vez la Filosofía, de que lo mío era convertirme en un nómada de profesión, aunque por entonces todavía no había puesto nombre a esa profesión. También allí viví experiencias nuevas que marcarían algunas decisiones importantes que he tomado a lo largo de mi vida. Pero, sobre todo, siempre recordaré Berlín como la ciudad en la que conocí y me hice muy amigo de Shane Neal.
Claro que Shane se parecía mucho a una diva de Hollywood, y como tal tenía que ir siempre un paso por delante. Y de alguna forma, nuestros caracteres diametralmente opuestos provocaban una rivalidad, a veces alegre, otras veces violenta. Siempre fue así. Y no nos importaba lo más mínimo. Era en realidad un lenguaje propio que sólo nosotros entendíamos. De ahí nuestra complicidad, nuestra atracción, que no tenía nada de física pero que lo parecía.
Yo envidiaba su desparpajo, su ilimitado optimismo, sus maneras histriónicas, su osadía, su descaro. Su radical independencia. Por su parte, él admiraba mis aires de intelectual, mi facilidad con el alemán, mis modales de europeo licenciado en Filosofía, mi pasión por la literatura y la música norteamericanas.
Los dos sabíamos perfectamente cómo azuzar al otro, conocíamos nuestros puntos débiles y nuestras inseguridades. Y las inseguridades de uno eran las mismas que las del otro. Aunque eso era algo que solamente podíamos intuir. Nuestras inseguridades corrían como aguas subterráneas y procedían de un mismo lugar, o eso me parece a mí ahora.
A los dos nos gustaba el espectáculo y la provocación. Él no se sabía las canciones de Bob Dylan. Yo apestaba a tabaco. Él era amigo de Sidney Rome, pero no sabía quién era Roman Polanski. Y tampoco sabía dónde estaba Galicia. El venía de Nueva York y eso le daba una inusitada superioridad. Su amaneramiento y su desfachatez me sacaban de quicio y al mismo tiempo me producían una cierta admiración que de vez en cuando dejaba paso a la envidia. Siempre había algo que hacía saltar chispas entre nosotros, y aun así pasamos mucho tiempo juntos.
Recuerdo que la noche de mi 23 cumpleaños bebimos tanta cerveza con Schnapps que, después de recorrer todos bares de Berlín no encontrábamos al camino de regreso a la residencia de estudiantes donde vivíamos, en el barrio de Wedding. Y allí, sentados al pie del Muro, Shane saludaba y provocaba a los soldados armados subidos a sus torres de vigilancia, encargados de custodiar el telón de acero, invitándoles a gritos a dejarlo todo y unirse a nuestra fiesta. A él le parecía lo más normal del mundo. Yo estaba aterrorizado. Pensaba que nos iban a disparar en cualquier momento. Sin yo saberlo, me estaba echando un pulso.
Los dos habíamos ido a Berlín a estudiar alemán, pero a él no le gustaba la monotonía y mucho menos la disciplina que requiere semejante tarea. Shane era de los que aparecían, desaparecían, y al final, de manera imprevista, siempre volvía a aparecer. Tenía esa virtud. Y así fue hasta el último día de su vida. El idioma alemán no figuraba entre sus prioridades, y de hecho no llegó a aprender más allá de algunas frases. Claro que esas frases las pronunciaba como la mismísima Marilyn cantando su canción de cumpleaños al presidente Kennedy. De todas formas, para qué las necesitaba, si lo podía conseguir todo con su expresión de niño amanerado y travieso. Era el objeto de todas las miradas. No necesitaba que le entendieran.
Después de la relativamente breve pero muy intensa etapa berlinesa nos perdimos de vista durante algunos años. Él había vuelto a Estados Unidos y yo me fui a estudiar a París. Fueron unos años en los que estuve totalmente desconectado de Shane. De hecho, pensaba que nunca volveríamos a vernos.
Y de repente se dejó caer por Madrid, allá por el año 87, justo en la época en la que yo ya había empezado a preparar las oposiciones a la carrera diplomática a mi retorno de París. No recuerdo cómo logró contactarme, pero fue una gran sorpresa y, a pesar de lo ingrato de encerrarse a estudiar, todavía me quedaba tiempo para disfrutar de la compañía de Shane y de sus permanentes ansias de divertirse. Habíamos recuperado el espíritu berlinés de nuestros viejos tiempos.
Pero nuestra rivalidad seguía surgiendo en los momentos más imprevistos. Recuerdo que fue durante un concierto de David Bowie en el Vicente Calderón cuando tuvimos la más sonora de las peleas. No consigo recordar bien el motivo, pero lo que sí sé es que sólo unas horas después estábamos tomando copas en un bar de la calle Barquillo y haciendo las paces de una manera bastante teatral.
Eran los últimos destellos de dulce Madrid de la movida.
Finalmente, supongo que cansado ya de la noche madrileña, Shane optó por irse a vivir a Sevilla. Ahí estuvo desaparecido al menos durante un año. De vez en cuando me enviaba una postal con la imagen de la Macarena bordada a mano, pero sin entrar en muchos detalles de su nueva vida. Supe que vivía de dar clases de inglés a los hijos de la alcaldesa de Sevilla. Que era el rey de la ciudad. Que la gente lo saludaba por la calle diciéndole rubio, y se dejaba querer. Supe que era muy feliz. Que la vida le sonreía.
Yo, encerrado en mi estudio de Madrid enterrado en papeles y libros de derecho y economía, me imaginaba el barrio de Triana totalmente entregado a su extraordinaria facilidad para seducir, a su eterna sonrisa, a su candor irresistible. Y sentía algo que podría parecerse a los celos.
Al final Shane regresó a Estados Unidos, pero el destino quiso que reapareciera. Fracasado mi primer intento de entrar en la diplomacia, decidí irme a Nueva York unos meses y vivir de trabajos ocasionales. Y ahí estaba él, buscando a alguien que compartiera su piso para poder llegar a fin de mes. Así fue cómo terminamos viviendo juntos en un pequeño apartamento en la calle 22 esquina con la Segunda Avenida.
Y me conseguía pequeños trabajos, sirviendo copas detrás de una barra, de extra en alguna película publicitaria, unos cuantos dólares para poder gastar horas después en el West Village.
Ahí me hizo descubrir los bares de Christopher Street y la increíble vida nocturna de una ciudad que yo siempre había soñado. Los fines de semana íbamos a casa de un amigo de Shane en los Hamptons, Long Island. A mí esas excursiones me aburrían y al final prefería quedarme en Nueva York. Adoraba esa ciudad y creo que fue en esa época cuando me dije a mi mismo que algún día viviría allí.
Incluso una tarde conseguimos colarnos en el Metropolitan para escuchar a Luciano Pavarotti, y yo le hice descubrir a él los placeres de la ópera. Recuerdo que le vi llorar mientras escuchábamos Una Furtiva Lagrima.
Sin embargo, no era precisamente Pavarotti quien sonaba en todas las radios, sino una jovencísima cantautora negra llamada Tracy Chapman. En abril de ese año había salido el disco “Tracy Chapman”, que llegó a convertirse en un éxito fulgurante y planetario, con ventas millonarias. Era la revuelta del nuevo folk frente a los excesos sonoros de los años 80. La sencillez de una guitarra acústica frente a un mar de sintetizadores y cajas de ritmos. Todas las canciones eran buenísimas, y algunas llegaron al número 1 en las listas americanas y europeas.
Chapman hizo una carrera muy fructífera, pero nunca logró repetir el éxito de este primer trabajo. No hacía falta, ya tenía su lugar en la historia de la música. Y en nuestra historia particular.
Fueron días muy felices, con sus correspondientes noches, y siempre con la voz de Tracy. Recuerdo que a él le gustaba mucho “Fast Car”, y a mí “Baby can I hold you” y “Talkin´about the revolution”. Era prácticamente todo lo que escuchábamos, aunque ya no recuerdo si fue porque nos gustaba tanto o porque era el único CD que teníamos.
En cualquier caso, esas canciones fueron la banda sonora de esos inolvidables días de vino y rosas en el caluroso verano neoyorquino de 1988. Yo era muy feliz, tan feliz como pocas veces después de aquello.
Hasta que de repente, un día del mes de octubre, en la calle 22, esquina con la segunda Avenida, vi a Shane en las escaleras de la puerta de casa, inmóvil, como paralizado por un rayo. Cuando me acerqué hizo amago de mostrarme un papel que no llegué a leer y me dijo con la voz rota:
-I think I got it.
-¿Qué? ¿De qué me hablas?
-Lo tengo. Soy positivo.
Mi estupefacción fue tal que me quedé sin palabras. No pude ni balbucear una frase coherente. Y los segundos se hicieron eternos.
Recuerdo como si hubiera sido ayer, que, en ese mismo momento, mientras intentaba desesperadamente encontrar algo para poder decirle, sentí cómo el verano se había convertido ya, repentinamente, en otoño. Cómo la felicidad en la que me había instalado se desvaneció en apenas unos instantes.
Por aquella época el VIH ya era una enfermedad conocida, y venía acompañada de un terrible estigma, de una aberrante aura de maldición, que la hacía todavía más temida. Parecía que el mundo se había vuelto loco y todo derivó en una ola de puritanismo extremo que invadió las vidas de los que creíamos que la vida estaba ahí únicamente para eso, para ser vivida. Hollywood arrasaba con películas que criminalizaban la promiscuidad y el mismísimo Agente 007 había abandonado sus andanzas falderas y se había convertido en un casto y fiel funcionario del Servicio Secreto británico.
Hubo que esperar hasta unos años más tarde, a que la película de Jonathan Demme “Filadelfia” aportara un poco de humanidad a la tragedia de la que todo el mundo hablaba, pero a la que nadie quería referirse por su nombre propio. La escena de Tom Hanks mostrando su torso lleno de heridas me conmovió de tal forma que todavía hoy la recuerdo.
El rechazo social sólo era equivalente al miedo que producían sus efectos y su desenlace fatal. El desconcierto era general y la inquietud y la paranoia se apoderaron de nuestros corazones, y de nuestras vidas. Era como una macabra lotería en la que los perdedores iban cayendo un día tras otro. De vez en cuando fallecía algún amigo de un amigo, luego algún famoso, Rock Hudson, Tony Perkins, Nureyev…y todos los días los demás, en silencio, cuando no en el olvido.
Y esta vez te había tocado a ti, Shane, mi amigo.
Tu vocación era aparecer y desaparecer. Después de esos meses en Nueva York, regresé a Madrid, tenía una tarea pendiente y no podía retrasarla más. Me tocaba encerrarme de nuevo en una habitación llena de libros y apuntes y abstraerme, dejar el mundo a un lado e intentar sacar las famosas oposiciones a funcionario diplomático del Estado, lo más parecido que había a ser nómada de profesión. Por un par de años me desconecté prácticamente del resto del mundo. Pero tú seguías ahí, y no tardaste en aparecer. No podía ser de otra forma.
Y así ocurrió, pero esta vez el destino quiso que nos encontráramos en Nuevo México. Te fui a buscar en coche desde Santa Fe al aeropuerto de Albuquerque y esperé con impaciencia y un poco de inquietud tu vuelo desde Seattle. Tu avión venía con retraso y, sentado en un café del aeropuerto (no sé por qué pero siempre me gustaron los cafés de los aeropuertos), recordé con nostalgia los tiempos de Berlín y todos los momentos felices que habíamos pasado juntos.. Pero ya nada era lo mismo. Hasta el famoso Muro de Berlín se había caído, y sus pedazos se vendían como reliquias en las tiendas de souvenirs.
Recuerdo perfectamente ese momento en el que te vi aparecer por la puerta de llegadas, sonriente como siempre, pero con la mirada un poco más triste. Habías perdido una pizca de tu innata alegría y tus ojos azules se habían vuelto grisáceos, o eso me pareció a mí.
La enfermedad todavía no mostraba sus más crueles señas de identidad, pero tus intentos de aparentar normalidad me resultaban inútiles. Tu sonrisa se había vuelto un poco más burlona, más amarga, más forzada. Hasta creo recordar que tu voz había cambiado.
Condujimos prácticamente en silencio de vuelta a Santa Fe, donde nos esperaban Lalo, Ion, Rocío y Ana. Todos tenían ganas de conocerte. Les había hablado tanto de ti. Santa Fe era una de las ciudades que visitamos en un viaje en coche por Nevada, Arizona y Nuevo México. Pero dejarė esta historia para otro momento.
Por fin, sentados ya en la terraza del Plaza Café, frente a la catedral colonial de San Francisco de Asís, hablamos durante horas para ponernos al día de todo lo que teníamos que contarnos. Pensé que no hay nada que nos acerque más a la normalidad que las conversaciones largas y superficiales, café y cigarrillos. Me di cuenta de que habías empezado a fumar. Y encendías un cigarrillo con el anterior. Te lo comenté y te limitaste a sonreír con ironía, otra vez Roberto dándome lecciones. Mientras tanto, Ion y los demás disfrutaban de los numerosos balnearios de las Montañas de Sangre de Cristo o hacían yoga en algún centro de meditación de Taos.
Pero la conversación banal ya no daba más de sí, y sin darnos cuenta nadábamos en aguas más profundas, mucho más profundas.
Para aligerar, decidimos dar un paseo y terminamos visitando el Museo de Giorgia O’Keeffe, donde, sin prestar mucha atención a las obras, continuamos hablando de todo para regresar al mismo tema. La enorme congoja que te producía la idea de morir, el pavor que te generaban esas palabras siniestras, sarcoma, Kaposy, y esas amenazantes manchas de color azulado que aparecían en el cuello de las personas infectadas y de las que la prensa se encargaba de dar buena cuenta. Faltaría más.
Después volvimos a la misma terraza del Plaza Café y allí yo intentaba tranquilizarte, inútilmente, supongo.
Solo son rumores, intentaba decirte torpemente. Es posible que aparezca una cura. Conozco alguien que conoce a alguien que conoce a alguien….
Y ante tanta tristeza, ante tanta desolación, yo me veía incapaz de contarte que había aprobado la oposición y ya era diplomático. Que lo había conseguido. Que estaba de viaje por Norteamérica con mis amigos. Que luego visitaríamos Arizona.
Que ahora la vida me sonreía a mí.
Y hacía lo imposible para mantener el tipo. Para seguir pareciendo el intelectual europeo que te tranquilizaba hablándote de unas pruebas que se estaban haciendo en el Instituto Pasteur. Es algo que siempre se me dio bien. Pero por momentos pasaba una rapidísima y disimulada mirada por tu cuello, por si encontraba algo. Ni yo mismo me creía eso de que sólo eran rumores. Porque en lo más profundo, en lo más secreto de mi ser, yo también me preguntaba una y otra vez ¿cuándo me tocará a mí?
Y, mientras me hablabas, me perdía en mis pensamientos, y recordaba aquella noche en Berlín en la que dormimos juntos, en la que intentamos tener sexo, pero no funcionó. Ni siquiera volvimos a intentarlo. Tampoco volvimos a hablar de ese episodio, que quedó ahí enterrado para siempre.
Y perdía mi mirada en el cenicero lleno de colillas o me fijaba en algún turista que se paraba con su familia frente a un mapa del centro histórico de Santa Fe. A duras penas podía prestar atención a lo que intentabas decirme.
Finalmente se hizo de noche y regresamos a nuestro hotel caminando en absoluto silencio. En algún momento me pareció escuchar, como un mal augurio, las campanas de la iglesia colonial de San Francisco de Asís
Al día siguiente por la mañana nos fuimos todos de picnic, a un precioso bosque en las orillas del río Pecos, y la normalidad se impuso: las charlas, las bromas, la inagotable locuacidad de Ion contando sus historias de desamor. Como si lo inimaginable no estuviera ahí. Como si lo único que existiera fueran nuestras risas y el murmullo del agua entre las rocas.
No hace mucho encontré una fotografía en la que estamos los cinco sentados en la hierba. En esta foto no está Shane, porque fue hecha por él. Pero hoy su ausencia se me antoja una señal, aunque el verdadero motivo es que en esa época no le gustaba ser fotografiado. Quizás no era una buena idea, teniendo en cuenta lo guapo que habías sido y tu aspecto enfermizo de ahora.
Unos días después te llevé con Ion a la estación de autobuses de Taos, muy de madrugada. Te ibas a Las Cruces, una ciudad en la frontera con México. Nunca supe para qué, ni por qué. Te lo pregunté pero cambiaste de tema y te limitaste a regalarme una de tus sonrisas y tus siempre efectivas pausas dramáticas. Te gustaba hacerte el misterioso conmigo. En eso no habías cambiado.
Y volviste a desaparecer, aunque esta vez no fue por mucho tiempo. Un día recibí, después de haber dado muchas vueltas, una carta tuya, que todavía conservo, en la que me decías que no te encontrabas bien. Que te habían ingresado varias veces en el hospital y que te habías ido a vivir a casa de tu madre. Que padecías una bronquitis severa.
Nuestro intenso viaje juntos por esta vida concluyó de la manera más triste en tu lugar de origen, Seattle, en el Estado de Washington. La capital del grunge, de la X generation, de Kurt Cobain y Pearl Jam, la Graceland de los años 90. La ciudad más cool de esa década.
Habíamos ido Lalo y yo a verte, y, de alguna manera, visto desde ahora, a despedirnos de ti. Él desde Madrid, yo desde Bonn, mi primer puesto en el extranjero. Cogimos el avión en Londres y 14 horas después ya nos estabas esperando en el aeropuerto de Seattle/Tacoma. Todavía no encuentro palabras para describir el deterioro físico al que la enfermedad sin nombre te había sometido. Tu mirada opaca, tu extrema delgadez, esos pómulos inflamados por el AZT, la única medicación de la que se disponía entonces y dejaba una marca indeleble en el rostro de los que “habían desarrollado la enfermedad”, como se decía retóricamente por aquel entonces. Sutilezas linguísticas para una realidad devastadora.
Durante los días siguientes, alquilamos un coche y recorrimos el Estado de Washington, los lugares de tu infancia, tus recuerdos de juventud, incluso la modesta pero bonita casa en la que habías nacido.
Conocimos a tu madre, a tu hermana Lucy y su marido, y organizaste para todos una patética excursión en tren por la región de viñedos, con degustación de vinos incluida.
Te habías puesto una corbata para la ocasión. No te dije nada, pero esa corbata, la primera que te veía en mi vida, me producía la sensación de que te encontrabas tremendamente solo, de que resulta imposible ponerse en la piel de alguien que siente cómo es observado en todo momento, cómo uno se va cayendo sin poder recibir ninguna ayuda. Un intento desesperado de recuperar tu luz. Como si tal cosa fuera posible.
No era la gran familia culta y acomodada que te habías inventado en Berlín para deslumbrarme, como sacada de una novela de Scott Fitzgerald. Yo me lo había creído. Más bien una humilde familia de clase media americana salida de algún cuento de Raymond Carver. Tampoco tu idolatrado padre, un apuesto oficial de Aviación con altos cargos en el Pentágono del que tanto me habías hablado, daba señales de vida. Me pregunto si también te lo inventaste.
Pero qué importa eso ahora…
Tu madre, totalmente perdida, tenía esa expresión que delata la incapacidad de terminar de aceptar un destino inexorable. Nos miraba como si fuéramos marcianos. La sorpresa ya había dado paso a la resignación y a la fatalidad. Aunque en ese momento supuse que le sorprendía el hecho de que a su hijo pródigo todavía le quedaban amigos.
Todos parecíamos incapaces de gestionar la situación. Todos, excepto tú.
La imponente montaña Rainier, el mercado de pescado del puerto, Vancouver, el Rain Forest, las bahías en forma de herradura. Y para ser una de las regiones más lluviosas de Estados Unidos, tuvimos la suerte de tener casi tres semanas de días radiantes y soleados. Pocas veces he visto un azul tan hermoso como el cielo de Seattle y sus alrededores.
Para que todo fuera perfecto, nos llevaste una noche a un espectáculo musical en el legendario Paramount Theater, “Miss Saigon”. Ni la apoteósica escena de la toma de la Embajada americana por los marines, con un helicóptero real en el escenario, fue capaz de hacernos olvidar por un minuto la amargura que compartíamos. Tú luchando por tu vida. Lalo todavía tocado por la muy reciente muerte de su hermano, también por el VIH. Yo, ausente. Intentando inútilmente aferrarme a esa música perfectamente prescindible.
Una noche la pasamos en una antigua casa victoriana convertida en hotel, en Port Angeles, un pueblo de pescadores precioso y lleno de magia. A la mañana siguiente, los que estábamos en el pequeño comedor del hotel con los desayunos vimos entrar un fantasma y se hizo un silencio rotundo. Eras tú, despeinado, en pijama y batín, con ojos rojizos y arrastrando tu botella de suero fisiológico hiciste tu gloriosa aparición. Volvías a ser el centro de todas las miradas. Gesticulando como Gloria Swanson en “Sunset Boulevard”, agarrado con las dos manos a tu batín como si fuera un abrigo de pieles, miraste fijamente al techo y exclamaste:
I am ready for my breakfast, Mr. DeMille!.
Tu último destello de descaro y atrevimiento que yo tanto admiraba. Nadie rió tu gracia en ese momento, porque no entendían nada, y sólo percibieron la incomodidad de la escena, pero yo sí. Incluso ahora mismo, mucho tiempo después, confinado en el salón de mi apartamento de Paris, me recreo en ese recuerdo y no puedo evitar reírme.
¡Qué grande eras Shane!
Recuerdo también aquella tarde en que tu estado empeoró tanto que no pudimos movernos del hotel durante dos días, y ahí estábamos, fingiendo la normalidad, yo con mi cámara fotográfica, tú con tu suero intravenoso y tus pulmones encharcados, y los tres recordando el pasado y pasando por el futuro a hurtadillas.
Sin embargo todavía eras el rey de la situación. Jugábamos en tu campo aunque fuera tu último partido. No fueron días felices, ni fáciles. Los malentendidos, los reproches, las rivalidades, los desencuentros seguían ahí. Y de vez en cuando saltaban. Ni siquiera Lalo, el único de los tres que parecía mantener los pies sobre la tierra, era capaz de arreglar esos momentos tan incómodos, tan tensos. Nuestras inseguridades parecían seguir intactas después de todos esos años.
Tal era la tensión que habíamos acumulado que una tarde mientras nos dirigíamos hacia la costa, harto de escuchar tus comentarios sobre mi manera de conducir, pisé en seco el freno del coche en mitad de la autopista, me bajé dando un portazo y te grité con toda la rabia:
-Fuck you, Shane! YOU drive now! Y te arrojé las llaves contra el parabrisas del coche.
Qué difícil es convivir con la muerte. Qué difícil es saber que la persona que está a tu lado va a desaparecer para siempre. Y qué difícil debió ser para ti conducir con una botella de suero fisiológico conectada a tu brazo, si me permites la ironía.
¿Cómo pude? ¿Qué demonios pasó por mi cabeza? ¿Qué podría decirte ahora? Cada vez que pienso en ese instante siento una punzada en la boca del estómago, en ese lugar donde supongo que se guarda el remordimiento. Y la música de Tracy Chapman, que nunca pude dejar de escuchar, resuena en mi cabeza y no me deja olvidar:
Sorry
Is all that you can´t say
Years gone by, and still
Words don´t come easily
Like forgive me, forgive me
Pero hoy me pregunto si por unos segundos no volvimos a ser quienes éramos, dos amigos rivalizando y peleándose por sabe dios qué, si no conseguí que te olvidaras del presente. Que dejaras de sentir el dolor en tu pecho y el picor de la aguja en el brazo. Me reconforta pensar que pudo haber sido así.
Tan solo unas millas más adelante volví a sentarme al volante del viejo Lincoln y el viaje continuó como si nada hubiera ocurrido. Incluso creo que terminamos los tres cantando alguna copla de esas que habías escuchado en Sevilla y que te hacían tanta gracia. Era una canción de Rocío Jurado, sobre un amor que se había roto de tanto usarlo. Fue la última vez que nos reímos de verdad. Tan de verdad como aquella inolvidable noche en Berlín festejando, completamente borrachos, mi 23 cumpleaños.
Unos días después nos despedimos en el aeropuerto de Seattle. Estábamos demasiados tristes y exhaustos como para seguir fingiendo. El viaje por las carreteras Washington y Vancouver había sido intenso y agotador. Querías despedirte de tu mundo y ya lo habías hecho. Ya no te quedaba nada pendiente, más que la espera. De despedida te regalamos un precioso jersey blanco de lana, con dibujos de rayas y rombos. Seguro que encajaría con tu pelo rubio y tus ojos tan azules, pensé al comprártelo.
Luego supe por tu hermana Lucy que fuiste enterrado con él en el cementerio de Bellevue.
Nos dimos un abrazo, leve, rápido, de esos que nadie quiere dar porque sabe que es el último, que no habrá más abrazos, ni más besos, ni más risas, ni más peleas, y pensé que ya no volverías a hacer una de tus sorpresivas reapariciones.
Y no recuerdo bien, pero cuando te abracé, creo que te susurré al oído las primeras líneas de tu canción favorita:
You got a fast car.
I got a ticket to anywhere,
Maybe we make a deal,
Maybe together we can get somewhere…
París, abril de 2020